Amanecer en Abu Sin Bel
A las seis de la madrugada, de noche todavía, llegamos hasta la entrada del templo. La taquilla estaba cerrada y no había ni un alma por los alrededores, solo el guía y nosotros siete medio dormidos, después de la última noche de fiesta en el crucero. A los cinco minutos la taquilla abrió, nuestro guía saco las entradas y nos indicó siguiéramos aquel sendero, que apenas se veía, y fuéramos despacio, porque no estaba ni siquiera asfaltado y que él nos seguiría enseguida.
Comenzamos a caminar, juntos, como arropándonos los unos a los otros, a la izquierda percibimos una montaña redondeada con las primeras luces del día.
A nuestra derecha se veía una gran extensión de agua, que llegaba hasta el horizonte, en un saliente y como suspendidos sobre el Lago Nasser, vimos a un pequeño grupo de personas que, sentadas en posición de meditación aguardaban en silencio para hacer la salutación al sol.
La claridad hacía que el cielo mostrara distintas gamas de azul. Descendíamos por el sendero, a nuestra izquierda abajo, las grandes estatuas de Ramsés parecían también esperar la salida del sol, como cada día desde hacia miles de años. Cuando llegamos a la altura del agua éramos como hormigas mirando las cuatro estatuas descomunales, la luz, rojiza, se deslizaba lentamente por sus cabezas. Sobre el Lago, la media esfera del sol se reflejaba como en un espejo, en su agua plomiza y estática.
Por el otro extremo del sendero apareció como surgido de la nada, el guardián del templo; llevaba una túnica blanca hasta el suelo y un turbante que contrastaba con el tono obscuro de su piel, de una de las manos pendía una gran llave. Avanzó por la parte central, subió las escaleras y se detuvo ante el gran portón, golpeó varias veces con su mano la puerta, como pidiendo permiso para abrir el templo. Giró dos veces la llave y en ese momento una bandada de pájaros salieron ágiles y gozosos, dando gracias al nuevo día por permitirles verlo de nuevo.
Nosotros, más que quietos, petrificados, mirábamos en todas las direcciones, no sabiendo a qué atender. Noté que el oxigeno me faltaba, creo que por momentos dejé de respirar, el corazón me latía alocadamente; mientras tanto, el sol ajeno a lo que se estaba produciendo a su alrededor, buscaba su camino en el interior del templo, para reencontrar al rey de las tinieblas en la última sala como en cada solsticio.
Recuerdo que mas que sentarme me desplomé, las piernas me fallaron. Pese al trino de los pájaros, el grupo, el guardián del templo, el Lago Nasser y el sol, me sentí sola, diminuta, pero tan llena de energía y tan poderosa que comprendí por qué en Egipto, el escarabajo podía ser un Dios.
Enare
Nota: si quieres contactar con Enare puedes escribirme a mi y yo le haré llegar tu mensaje.